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José Aja

Flexionar y estirar: el escenario de la pintura 

 

El origen de este ensayo se remonta unos cuantos años atrás, y está motivado fundamentalmente por las reflexiones derivadas del ejercicio de la pintura. Ni la razón, por un lado, ni el cuerpo, por otro, son lo suficientemente fuertes como para hacer de la pintura una plataforma sólida que produzca un pensamiento de otro orden. La impotencia que me procuran por separado, me hace pensar en la existencia de un cuerpo para la razón y de una razón para el cuerpo, aún siendo consciente de lo inconsciente que es el cuerpo. De ahí que empezara a pensar en el cuerpo de la pintura, como lugar de convergencia entre nuestro cuerpo como organismo ejecutor y lo que la pintura representa en cuanto imagen de ese cuerpo. Ahora bien, lo primero que se plantea con esta cuestión es definir con claridad qué se entiende por cuerpo, de qué cuerpo estamos hablando, y qué concepto de pintura estamos utilizando. En primer lugar debemos dejar claro que tanto el cuerpo, como la pintura, permanecen en su sitio, es decir, el cuerpo es el cuerpo del artista y la pintura está sujeta a una superficie que es el plano del cuadro; plano en el que se actúa, en el que se proyecta el cuerpo como soporte de un proceso en el que el pintor está directamente involucrado. No se trata entonces de describir en qué actuaciones el cuerpo y la pintura se confunden en una suerte performativa, en la cual la pintura abandona el cuadro, sino más bien el plantear esa corporalidad que subyace del cuadro una vez que el cuerpo ha dejado de actuar.

Será la labor que aquí planteamos, sacar a la luz ciertos síntomas de malestar que quedan reflejados en actitudes individuales que utilizan la pintura como lugar en el que rebelarse a través de la huella del acontecimiento, aquello que acontece al individuo en particular y que la pintura se hará cargo de exponer públicamente, generando diferentes velocidades capaces de salpicar un cierto orden global. El objetivo primero sería entonces discernir entre la pintura que se constituye de esa corporalidad y la que no muestra rastro alguno de ella. Para ello nos apoyamos en las huellas que nos ha dejado la tradición pictórica moderna y en aquellos procesos que rigen a ciertos artistas en los que su cuerpo queda implicado. No se quiere aquí defender que toda pintura manifiesta esa corporalidad, sino que hay una cierta pintura que hace del cuerpo su razón de ser, y que a diferencia de otras actitudes devuelven ese cuerpo en el ejercicio de la contemplación. He aquí que contemplar ya asume una cierta flexión del cuerpo, una afección propia de los cuerpos que trasciende la mirada. ¿Nos sitúa esto en la idea de que la pintura entendida en estos términos habita en la marginalidad de su propia contemporaneidad? Y siendo así, ¿no será que se disfraza con la indumentaria de la época que le toca vivir, para no decir otra cosa que el cuerpo del artista?

¿Hay indicios de cuerpo en el lenguaje? Sí podemos decir que el lenguaje implica un cuerpo en lo que podríamos llamar el gesto lingüístico. La potencialidad propia de la escritura en cuanto gesto primario significante, que produce significado como marca, fruto de una acción es lo propio también del gesto pictórico. El referente aquí es únicamente el lenguaje, y el cuadro se comporta como mera superficie de escritura en la que su propio fluir es lo que da sentido a la obra. Para ello dejamos que se salpique de su cualidad poética, que no hace más que impregnar de cuerpo a la palabra: El lenguaje, aquí, ha dejado de ser referencial pasando a ser el referente, y todo cuanto describimos sólo llegamos a conocerlo mediante otras descripciones. Será la propia forma la que genere contenido, donde la revelación de sus ritmos nos conduce a la imagen, la imagen al conocimiento y el conocimiento al constructo. La verdad es literalmente lo que ocurre. La experiencia más inmediata e íntima es la de nuestro cuerpo, como posibilidad de una metamorfosis de quien disuelve su cuerpo en el reflejo de lo externo. La actividad corporal en el proceso creativo ha sido tematizada al final del trabajo, plegando, frotando, garabateando, de tal manera que la totalidad del cuadro acaba siendo un depósito de todas estas marcas que nos señalan al cuerpo del pintor por medio del lenguaje. La fenomenología se mantiene en el nivel de lo sentido como vivido, al contrario que el análisis lingüístico, que se sitúa en el plano de los enunciados. La pintura nos lo muestra con su presencia a través de la contemplación, para lo cual necesitamos estar en forma,  lo que nos confirma nuestra peculiaridad como individuos..

Hablamos aquí de un cuerpo que ya no es figurativo, sino en cuanto que es vivido como sensación, experimentado como tal, sistema nervioso, movimiento vital e instinto que se dan cita en el hecho pictórico. La pintura, entonces, metaforiza el cuerpo por medios no figurativos. La línea y la mancha no hacen sino hablar de ese gesto, que como la voz, refleja diferentes emociones. Entendemos el cuerpo como el lugar supremo de la sensación, donde los lienzos parecen hacer presión contra nosotros, como superficies implicadas que son. Ahora bien, plantearse la acción de pintar como una mera acción corporal nos situaría en el lugar del bailarín, con lo que no podríamos discernir entre su cuerpo y el de la danza. O bien nos deslizaríamos a presupuestos más propios de las prácticas conceptualistas en las que el cuerpo es sustituido directamente por el enunciado. ¿Podríamos decir que la crisis de la representación pictórica tiene que ver con que el cuerpo la ha abandonado? El fracaso de la representación nos hace mirar hacia otro lugar que podría ser la representación misma de la danza. Es decir, el pintor si se puede distanciar de ese baile ya que dispone de un objeto que lo representa. Llamemos a este objeto el cuadro de la representación. Retrocedemos al lugar donde la pintura no ha sido fagocitada por el lenguaje.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

José Aja, subsahariano, 2006. Oil on canvas, 200 x 290 cm.

 

¿Cuál es entonces el objeto de la pintura? ¿No se trata justamente de su sujeto? Y, ¿quién es ese sujeto? Al preguntarnos por el tema de la pintura y su doble identidad, puesto que tematiza también el cuerpo del artista, abordamos la representación figurativa de manera que los dos componentes figura y fondo se solapan. La mirada implica al cuerpo de manera tal que debe incluir la corporalidad de la misma pintura. Es imposible separar el problema del pintor/espectador de las cuestiones del acto físico de pintar. El desasosiego que nos trae la imagen fotográfica como representación de lo real, es compensado por una pintura que desea al pintor dentro de sí, corporeizando la superficie pictórica a través de la sensación. Se invoca la inmediatez del gesto, un gesto que ya viene de afuera, de la verdadera superficialidad del cuadro, en donde lo semejante produce lo semejante. Entonces, el verdadero espacio se encuentra afuera, en la superficie. El pintor se retira de sí para transformarse extensamente, hasta hacer de su propio cuerpo el horizonte, convertido ya en suelo táctil.

La representación del yo interno es en realidad un intento de hacer manifiesto ese sentido latente del cuerpo: No se trata de reproducir lo reconocible, se trata de sacar a la luz el fondo mismo mediante el silencio que nos procura la pintura, a través de una marca visible, un trazo: estirar, flexionar la pintura al ritmo de nuestro propio cuerpo, entender también la pintura como una gimnasia del cuerpo. Ambos lados de nuestra piel son renovados; pintándose a sí mismo, expresión llena de carga semántica, el artista vuelve a poner en acto la creación de su propia persona. Pero, ¿no nos lleva esta cuestión a una teatralización de la pintura? Seguramente así sea, una puesta en escena que convierte al cuadro en plató, plataforma real en el que darse en la pintura tanto el pintor como el espectador. Un espacio (plano) en el que confluyen y se rehacen los cuerpos, amalgamas de sensaciones que restauran el pulso de lo vital. Lo que queda es siempre representación, y lo que la pintura demanda es un lugar propio en el que darse, que no es otro que el de la expresión. Para que la pintura sea pintura se tiene que dar en la insistencia de esa presencia, que no es otra que la re-presentación, eso que la hace perdurar afuera del sujeto.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

José Aja, plataforma (actor’s studio), 2008. Oil on canvas, 200 x 290 cm.   

 

El paradigma de la representación se nos presenta de varias maneras: La representación de una realidad exterior, que implica un cuerpo que la ejecuta, y la representación de una realidad interior. La pintura hecha con la intención de ser arte, crea vínculos culturales que la anclan en el mundo de lo simbólico. La capacidad simbólica del objeto/cuadro nos lleva a estudiar su fuerza alegórica en el terreno de la representación, y su desdoblamiento como presencia. Nos situamos en cómo la pintura metaforiza el cuerpo a la vez que éste aparece representado. El cuerpo de la pintura y el cuerpo del pintor compartirán escenario en el plano de la representación. Este desplazamiento hacia la realidad exterior asume que el sujeto de la pintura acoge al propio pintor que la ejecuta, en donde los rasgos de lo cotidiano se funden con los trazos de la pintura. La pintura se apoya en la realidad exterior como excusa para ponerse en marcha, como motivación, utilizando la imagen fotográfica como un estimulante que nos devuelve la mirada. Todo esto nos lleva a reflexionar sobre la actualidad del retrato y el autorretrato, en cuanto que el artista se representa sin mediación de una representación anterior; se siente próximo al ideal de la presencia y en donde la representación y la corporeidad misma del hecho pictórico se entretejen. El pintor piensa dentro de la pintura y presta su cuerpo al inclinarse en dirección al lienzo. La representación nunca es totalmente objetiva, implica un factor subjetivo, la expresión de cierta actitud hacia la realidad que se ha de representar. La representación de la realidad de un cuerpo es incluso más complicada emocionalmente, debido al hecho de que el artista mismo tiene un cuerpo y por tanto subjetivamente se juega más en su representación.

 

La cuestión de la pintura y la carnalidad desde  los parámetros simbólicos de la tradición pictórica, se centra en la fuerte relación que se detecta entre la pintura contemporánea y el concepto barroco de representación, en donde el cuadro se despliega como escenografía teatral, remarcando ese carácter de redoblamiento de la vida. El cuerpo se sitúa siempre en el centro de nuestras acciones, ya sean estas  sensibles o inteligibles. El cuerpo se reconstruirá desde la sensación, a partir de la huella sensible que permanece oculta tras la piel de la pintura. Evidentemente esto no es demostrable científicamente, pero como señala Danto, “la mente interpretada como encarnada - como hecha carne – tal vez podría residir en el cuerpo como lo hace una estatua en el bronce que es su causa material, o como reside una pintura en el pigmento que le da forma, o como un significado reside en el significante, en el lenguaje de Saussure”. En definitiva, nos dice, que el problema del cuerpo es en último término un problema científico, pero puesto que es un problema que incorpora los aspectos generales de su solución como componentes propios, no puede ser tratado por la ciencia desde fuera: la ciencia no lo puede abordar. Se establecen, entonces, una serie de analogías entre los seres  y las obras,  para esclarecer problemas relativos a lo que se ha denominado la plasmación material de las representaciones y la verdad. Los seres humanos como seres que representan, y al mismo tiempo la pintura como representación materialmente plasmada. La superficie pintada es el lugar en el que se escribe esa acción. El lugar en el que se manifiesta por medio de la representación, la potencialidad expresiva que surge del cuerpo del pintor y que se encarna en la materia pictórica. Lo que se produce en el lienzo es ante todo acontecimiento. El acto de pintar es siempre un acto corporal. Pintar es regresar a la superficie del lenguaje recuperando el tono vital, donde la tensión, el apresuramiento del artista, deja que el tiempo se introduzca en la obra, liberándola de su pesadez espiritual, para dejar paso al cuerpo que hace acto de presencia, dispersándose bajo la acción misma de producirla como signo. El músculo interno de la pintura exige ejercer una disciplina que la dota de ese carácter erótico; reto intelectual y placer sensorial. Una psique de carne y hueso que deja su rastro en la obra del artista.

En el arte, y  en el caso particular de la pintura, es donde se abre la posibilidad de pensar el cuerpo, de que los cuerpos sean dichos más allá de los límites del lenguaje, en sus excesos. Por otra parte, nos debemos a la expresión escrita para que estas palabras que quieren decir algo se organicen con una cierta lógica, siendo lo indicial del signo en donde recae el peso de la investigación, pero sin obviar el fluctuar de la pintura desde lo simbólico hasta lo icónico.  No concluimos el cuerpo, pero sí apuntamos hacia la corporalidad que se manifiesta en la pintura. Nos hemos enfrentado a la disección de un cuerpo que no ha hecho otra cosa que ocultarse una y otra vez. Como afirma Nancy, “no tenemos un cuerpo, si no que somos un cuerpo, lo que convierte la realidad corporal en un contradiscurso, en lo opuesto a la palabra”.

 

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